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Comentario al Evangelio del III Domingo de Pascua

  • Foto del escritor: Diócesis de Iztapalapa
    Diócesis de Iztapalapa
  • 3 may
  • 3 Min. de lectura

Por: Redacción.


Volver a empezar: cuando el alma vuelve a pescar

Queridos hermanos, el Evangelio de este domingo nos presenta a los discípulos regresando a su antiguo oficio: la pesca. Después de todo lo vivido con Jesús, después de la cruz, la muerte y hasta el anuncio de la resurrección… ellos regresan a lo cotidiano, a lo conocido, quizá incluso a lo que les da seguridad. Pedro dice: “Voy a pescar”, y los demás lo siguen. ¿No es esta también nuestra reacción muchas veces? Cuando sentimos que no entendemos lo que Dios hace, cuando no lo reconocemos en nuestras orillas, volvemos a lo de antes, como si nada hubiera pasado.

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Pero el corazón humano, después de encontrarse con Cristo, ya no puede vivir igual. La noche es estéril. No pescan nada. La vida sin Jesús, aunque parezca “funcionar”, está vacía. La rutina sin el Resucitado no da fruto. La primera enseñanza de este Evangelio es clara: la vida cristiana no es un regreso al pasado, sino una misión nueva que parte de la resurrección.


El Señor en la orilla: reconocer al Resucitado en lo cotidiano

Jesús aparece en la orilla, al amanecer. ¡Qué imagen tan hermosa! Jesús no entra directamente en la barca, sino que se manifiesta desde lejos, esperando ser reconocido. Pregunta con ternura: “¿Han pescado algo?” Y ante su negativa, les lanza una indicación aparentemente simple: “Echen la red a la derecha”.


Aquí está la clave: la obediencia a una palabra que viene del Señor transforma lo infructuoso en abundancia. Es en ese momento cuando el discípulo amado dice: “¡Es el Señor!” Sólo el amor lo reconoce. Sólo quien ama profundamente, aún en la duda, percibe la presencia de Cristo. Y Pedro, impulsivo y apasionado, se lanza al agua. ¡Así reacciona quien ha fallado pero ama!


El fuego y el pan: Jesús nos espera con misericordia

Jesús los recibe con brasas encendidas, pan y pescado. Este pequeño gesto encierra una profundidad inmensa: el Resucitado no solo quiere demostrar que está vivo, quiere alimentar, consolar, perdonar, renovar. Esta comida en la orilla anticipa la Eucaristía: es Cristo quien prepara el alimento, quien invita, quien parte el pan. Él no viene a reprochar, sino a restaurar.


Notemos también el número simbólico: 153 peces grandes. La red no se rompe. Muchos padres de la Iglesia vieron en este número la plenitud de los pueblos llamados a la salvación. La red es la Iglesia: frágil pero fuerte cuando está en manos del Señor.


Anunciar a pesar de todo: obedecer a Dios antes que a los hombres

La primera lectura del libro de los Hechos nos muestra a esos mismos apóstoles, que antes habían regresado a pescar, ahora valientes, enfrentando al Sanedrín. “Primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, responde Pedro. Lo que los transforma no es un discurso, sino el encuentro con el Resucitado. Ya no se ocultan, ya no dudan, ya no huyen: ahora dan testimonio incluso con su sufrimiento.


La Pascua nos llama a dar ese paso: de discípulos temerosos a testigos audaces. La fe en Jesús resucitado no es un sentimiento privado; es una proclamación pública, aunque cueste, aunque duela.


Digno es el Cordero: la Iglesia que canta desde el dolor y la gloria

El Apocalipsis cierra esta liturgia con una visión gloriosa: millones de ángeles y criaturas adorando al Cordero. Ese Cordero inmolado es el mismo que prepara el desayuno en la orilla. El Resucitado es el crucificado glorioso, el que conoce nuestras heridas y nos transforma con su amor. La liturgia celestial une el sufrimiento de la cruz con la victoria eterna.


Nosotros, al participar de la Eucaristía, nos unimos a esa alabanza que no acaba, proclamando que Jesús vive y está en medio de nosotros.


El Resucitado nos espera en la orilla de nuestras vidas

Hermanos, en este III Domingo de Pascua, el Señor nos invita a reconocerlo en nuestras orillas, en nuestras noches vacías, en nuestras redes cansadas. Nos dice: “Echen la red otra vez”, “Vengan a comer”, “Síganme”.


Que como Pedro, sepamos saltar al agua. Que como los apóstoles, sepamos obedecer antes a Dios. Que como la Iglesia del cielo, sepamos cantar: “Digno es el Cordero”. Amén.

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