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Comentario al Evangelio del XXII Domingo Ordinario

  • Foto del escritor: Diócesis de Iztapalapa
    Diócesis de Iztapalapa
  • 30 ago
  • 3 Min. de lectura

Por: Redacción.


Hermanos, hoy la Palabra de Dios nos invita a mirar con atención cómo vivimos nuestras relaciones con los demás y con Dios. El libro del Eclesiástico nos aconseja: “En tus asuntos procede con humildad”. Jesús, en el Evangelio, nos habla de un banquete y nos enseña que el que se engrandece será humillado y el que se humilla será exaltado. Y la carta a los Hebreos nos recuerda que hemos sido invitados a la gran fiesta del cielo, la comunión eterna con Dios y con los santos. En este domingo, el Señor nos llama a vivir la humildad, no como una actitud de debilidad, sino como el camino verdadero hacia la grandeza que viene de Él.

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La humildad como camino de Dios

El libro del Eclesiástico nos habla con claridad: “Hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor”. La verdadera grandeza no se mide por el poder, la riqueza o los reconocimientos humanos, sino por la capacidad de hacerse pequeño, de servir y de reconocer que todo lo que tenemos viene de Dios. El orgullo, nos dice la Palabra, no tiene remedio; en cambio, la humildad abre el corazón a la gracia.


El banquete de la vida

Jesús, en el Evangelio de Lucas, utiliza la imagen de un banquete de bodas para enseñarnos la dinámica del Reino de Dios. En ese banquete, los primeros lugares no los ocupan quienes se creen importantes, sino los que saben hacerse últimos. Quien busca exaltarse será humillado, y quien se humilla será exaltado. Aquí Jesús invierte la lógica del mundo: no se trata de subir escalones de prestigio, sino de bajar al servicio y a la entrega.


La humildad que nos hace libres

El orgullo esclaviza, porque nos obliga a aparentar, a competir, a compararnos. La humildad, en cambio, nos hace libres. Libre es aquel que no necesita defender su lugar ni sus títulos, porque sabe que su verdadera dignidad está en ser hijo de Dios. Así nos lo recuerda la segunda lectura: no hemos sido convocados a un monte de temor y de ruido, como el Sinaí, sino a la Jerusalén celestial, a la fiesta de la comunión con los santos y los ángeles. Nuestra grandeza es estar inscritos en el cielo.


La invitación de Jesús: abrir la mesa a los pequeños

Jesús no sólo nos habla de qué lugar ocupar, sino también de a quién invitar. Nos pide ir más allá de los círculos de conveniencia: no invitar solo a amigos, familiares o vecinos ricos, sino a los pobres, los cojos, los ciegos y los lisiados. En otras palabras, a los que no pueden retribuirnos. Aquí está el corazón del Evangelio: amar gratuitamente, como Dios nos ama. El verdadero banquete cristiano es aquel donde hay lugar para quienes el mundo deja fuera.


Una Iglesia humilde y abierta

La Palabra de hoy nos invita también a examinarnos como Iglesia. ¿Nos preocupamos más por los honores, los reconocimientos y los primeros lugares, o por abrir espacios a los pequeños, los pobres, los descartados? La comunidad cristiana solo será creíble si refleja la lógica de Jesús: una mesa abierta para todos, especialmente para quienes no cuentan.


Caminar hacia la Jerusalén celestial

La segunda lectura nos recuerda nuestro destino: hemos sido llamados a participar en la fiesta eterna con Dios, donde Cristo, mediador de la nueva alianza, nos ha abierto las puertas. Esa fiesta no será para quienes buscaron engrandecerse a sí mismos, sino para quienes vivieron con un corazón humilde y abierto al servicio.


La humildad que prepara el banquete eterno

Hoy el Señor nos pide aprender la sabiduría de la humildad. La vida es un banquete donde los últimos serán los primeros y donde la gratuidad es la llave de entrada. Que cada Eucaristía nos enseñe esto: Dios nos invita, no por méritos, sino por amor; y nos pide que hagamos lo mismo con nuestros hermanos.

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