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Comentario al Evangelio del XXIV Domingo Ordinario

  • Foto del escritor: Diócesis de Iztapalapa
    Diócesis de Iztapalapa
  • 13 sept
  • 3 Min. de lectura

Por: Redacción.


Hermanos, hoy la Palabra de Dios nos invita a mirar la cruz no como un signo de derrota, sino como fuente de vida y salvación. La primera lectura nos recuerda al pueblo de Israel en el desierto, mordido por serpientes, que fue sanado al mirar con fe la serpiente de bronce levantada por Moisés.

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El Evangelio nos muestra cómo ese signo se cumple plenamente en Cristo: el Hijo del Hombre levantado en la cruz para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Y San Pablo, en su carta a los Filipenses, nos revela el misterio de esta entrega: Jesús, siendo Dios, se humilló hasta la muerte de cruz, y por eso Dios lo exaltó sobre todo nombre.


La mirada que salva

En la primera lectura, el pueblo de Israel, cansado del camino, murmuró contra Dios. Como consecuencia, aparecieron serpientes venenosas que los mordían. Cuando reconocieron su pecado, el Señor les dio un signo de salvación: mirar la serpiente de bronce levantada en lo alto. Esa mirada no era mágica, sino un acto de fe. Creer en la promesa de Dios era lo que les devolvía la vida.


El Hijo del Hombre levantado en la cruz

Jesús retoma este signo en el Evangelio y lo lleva a su plenitud: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). En la cruz, Jesús es levantado para que quienes lo miren con fe encuentren la salvación. La cruz ya no es sólo un instrumento de dolor, sino el lugar donde se revela el amor infinito de Dios.


Un amor que no condena, sino que salva

San Juan nos recuerda la esencia de la fe cristiana: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…” (Jn 3,16). Dios no envía a su Hijo para condenar, sino para salvar. La cruz no es un juicio de destrucción, sino un gesto de misericordia. En un mundo que a veces sólo sabe señalar culpas, Jesús nos muestra un Dios que levanta, perdona y devuelve la esperanza.


La humildad que se convierte en gloria

San Pablo, en la carta a los Filipenses, nos ofrece la clave para comprender este misterio: Cristo, siendo Dios, se despojó de su grandeza, tomó nuestra condición y aceptó la muerte de cruz (Flp 2,6-8). Pero precisamente esa humildad y obediencia lo llevaron a la gloria: “Dios lo exaltó sobre todo nombre”. La cruz, entonces, no es fracaso, sino camino de victoria.


La invitación para nosotros hoy

Queridos hermanos, la Palabra nos invita a reconocer que también nosotros, como Israel, a veces murmuramos, nos cansamos y nos dejamos morder por las “serpientes” del egoísmo, del desánimo, del pecado. Pero hoy se nos recuerda que basta con levantar la mirada hacia Cristo crucificado, creer en Él y dejarnos salvar por su amor. La cruz sigue siendo signo de vida, no de derrota.


La cruz, fuente de vida

Hoy celebramos que la cruz de Cristo es la mayor expresión del amor de Dios. No es un símbolo de condena, sino de salvación. Al contemplarla con fe, como el pueblo miraba la serpiente de bronce, encontramos perdón, fuerza y esperanza. Por eso, doblamos nuestras rodillas y confesamos con gozo: Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.


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